Comentario:
Las costas europeas se han transformado en una auténtica autopista para el terrorismo yihadista. Sé que esta afirmación resulta contundente y alarmante, pero refleja una realidad cada vez más palpable de la que debemos tomar conciencia urgente si queremos evitar nuevos episodios de terror en nuestras calles. No me refiero solo al horror generado por los innumerables casos de delincuencia importada —que ya de por sí son extremadamente graves y preocupantes—, sino al peligro mucho más insidioso de la infiltración de individuos altamente radicalizados a través de las rutas de la inmigración ilegal.
Como siempre, hay países que nos avisan. Lo que en Italia fue un goteo constante de infiltraciones yihadistas a través de las rutas sicilianas, ahora se replica con crudeza en España. Allí, donde las fronteras se desangran por falta de recursos humanos y logísticos, las redes criminales no solo trafican con personas, sino que facilitan la entrada de perfiles altamente radicalizados. No hablamos de una crisis humanitaria, como insisten los discursos oficiales en Madrid, sino de una amenaza existencial a nuestra seguridad nacional. Y los hechos, implacables, lo confirman.
El modelo italiano es un espejo roto que España ya refleja. En Sicilia, miles de inmigrantes ilegales llegan en pateras y son redirigidos a puertos de la península, abriendo puertas a terroristas disfrazados de refugiados. El mantra de que «los terroristas no vienen en barco» se desmoronó con casos como el de Brahim Aouissaoui, el tunecino que entró por Lampedusa y decapitó a tres personas en la basílica de Niza en 2020; o Anis Amri, autor del ataque al mercadillo navideño de Berlín en 2016, también llegado por esa ruta. Otros, como Noussair Louati o Mohsin Omar Ibrahim, fueron detenidos en Italia tras desembarcar en Sicilia con planes de organizar atentados contra iglesias y operaciones de reclutamiento para ISIS. Y no olvidemos a Mehdi Ben Nasr, líder de una célula de Al-Qaeda que en 2015 fingió ser un perseguido político para colarse entre 200 inmigrantes. Estos no son incidentes aislados: son una red invisible de células durmientes que Europa ignora, alimentada por un multiculturalismo fallido que genera guetos, odio y una amenaza en auge.
España, que hasta hace poco era un mero país de tránsito para estos flujos migratorios hacia otros enclaves europeos, se ha convertido ahora en el coladero de Europa. Las rutas que antes apuntaban al Mediterráneo Central e Italia ahora viran hacia nuestras costas, gestando un ecosistema de mafias que en ocasiones son controladas en origen por terroristas. Según datos del Ministerio del Interior, en lo que va de 2025, las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado han registrado 94 detenciones por terrorismo islamista, un récord que supera con creces las 37 datadas hace un lustro —un 154 % más— y eclipsa cualquier año desde los atentados del 11-M, salvo los picos inmediatos post-2004. Barcelona lidera con 26 arrestos, seguida de Valencia y Madrid, pero la amenaza se dispersa por hasta 15 provincias, señal de un yihadismo que ya no se concentra en focos urbanos, sino que permea el tejido nacional. Esta oleada de detenciones habla de dos realidades: la excelencia de nuestras autoridades, plenamente conscientes del peligro y bregando contra él día a día; y, al mismo tiempo, un nivel de amenaza alarmante que exige más que parches.
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El vínculo con la inmigración ilegal es innegable y demoledor. Desde 2020, al menos 16 yihadistas han irrumpido en España por estas rutas, evadiendo controles en un mar de precariedad logística. Ejemplos como Abdel Bari, un combatiente extranjero de DAESH egipcio que llegó en patera desde Orán a Almería en 2020 junto a dos cómplices —uno de los más buscados por el FBI—, o los tres yihadistas libio-marroquíes detenidos en Barcelona en 2021 tras desembarcar en Almería con planes inminentes de atentados. O la célula argelina de Jund al-Khilafah, cinco miembros infiltrados por rutas a Almería, Murcia y Baleares, desmantelada también en 2021. Estos no son náufragos; son soldados de la yihad que aprovechan el caos para reclutar, planear y golpear. Y el flujo crece: según Frontex, la llegada de inmigrantes ilegales de zonas de alta radicalización —Sahel, Cuerno de África, Oriente Medio— ha subido un 50 % en el primer semestre de 2025, pasando del 8 % al 12 % del total de entradas datadas por la vía de la ilegalidad, mientras en España se aplaude un descenso fantasma de la inmigración ilegal.
Mali, bastión de JNIM y EI Sahel, ha multiplicado por un 137 % sus llegadas a la península; Somalia, feudo de Al-Shabaab, irrumpe con un 680 % mayoritariamente en Baleares; Sudán y Burkina Faso siguen la estela. Estos no son migrantes casuales; proceden de epicentros donde yihadistas controlan pasos fronterizos, extorsionan rutas y financian su guerra con el tráfico humano hacia rutas migratorias con un destino claro: España. El vacío dejado por la MINUSMA de la ONU y la Operación Barkhane francesa ha duplicado los ataques en el Sahel en 2024, según el Índice Global del Terrorismo, y ahora esa inestabilidad nos salpica directamente. España ya no es un puente; es el destino, con mafias que, como en Italia, camuflan radicales entre miles de llegadas semanales.
Y los hechos son sangrantes y evidentes. Ya hemos pagado con dos atentados perpetrados por perfiles entrados ilegalmente. En Torre Pacheco (Murcia), en septiembre de 2021, Abdellah Gmara, marroquí que llegó a los 12 años como menor extranjero no acompañado (mena) en una entrada ilegal desde Marruecos, arrolló con un coche la terraza de un restaurante indio, matando a una persona y dejando cuatro heridos. Se había afeitado el cuerpo en ritual yihadista, visitó una mezquita para «despedirse» y dejado notas con la Shahada y referencias a sus centros de acogida. Un lobo solitario que culminó su proceso de radicalización en suelo español, pero cuya puerta de entrada fue esa inmigración ilegal y descontrolada. En enero de 2023, Yasine Kanjaa irrumpió en la iglesia de Algeciras, apuñalando mortalmente al sacristán Diego Valencia e hiriendo al párroco, gritando consignas yihadistas. Entró por la ruta del Estrecho en patera, como tantos otros, y el juez de la Audiencia Nacional lo ha calificado de asesinato terrorista premeditado, en sintonía con incitaciones de ISIS y Al-Qaeda contra cristianos en Europa.
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Esto no es delincuencia importada —que ya azota nuestras ciudades con robos y violencia—, sino terrorismo puro, con raíces en un sistema migratorio que filtra a duras penas perfiles entre un mar de llegadas. ¿Cuántos más se nos escapan, como advierten las FCSE, por falta de medios? El auge yihadista en estas rutas no es casual, es el resultado de políticas indolentes que priorizan el efecto llamada sobre la soberanía. Europa, con su Schengen poroso y su negación colectiva, nos condena a ser el flanco débil. Pero en España, donde el yihadismo se extiende como un virus, la pregunta es obvia: ¿tenemos que esperar un tercer atentado para actuar? Sellar las fronteras, filtrar con rigor, desmantelar redes y expulsar a quienes predican odio desde mezquitas o púlpitos. La seguridad nacional no es un lujo; es nuestra supervivencia. En definitiva, y como os decía al inicio, no estamos ante una crisis migratoria, estamos ante una crisis de Seguridad Nacional.
Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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