Con la proliferación de las cadenas de comida rápida, los refrescos gigantes, los estilos de vida sedentarios y las infecciones crónicas en los últimos 50 años, el cáncer de hígado se relaciona cada vez más con nuestros hábitos cotidianos.
En España, la incidencia de este tipo de cáncer en la población es de 6-8 casos por 100 000 habitantes al año, de acuerdo con la Sociedad Española de Oncología Médica (SEOM)
La buena noticia es que hasta el 60 % de los casos podrían evitarse actuando sobre los principales factores de riesgo.
Las causas del cáncer de hígado
A nivel global, el cáncer de hígado ocupa el sexto lugar entre los distintos tipos de cáncer, el 75 % de los casos detectados han sido en varones, siendo en la mayoría de los casos detectados a partir de los 45 años.
Por lo general, la enfermedad se detecta en etapas tardías, ya que los síntomas son inespecíficos y los pacientes incluso pueden permanecer asintomáticos en el momento del diagnóstico, aunque en las personas que lo padecen puede presentar síntomas como el cansancio, la pérdida de peso o el dolor abdominal, según la Fundación Española del Aparato Digestivo, FEAD.
Actualmente, alrededor de 870 000 personas en todo el mundo viven con cáncer de hígado, y esta cifra podría casi duplicarse para 2050. «El alcohol se considera el principal factor de riesgo del cáncer de hígado», declaró a Epoch Times Aleksandra Olsen, responsable de comunicación de la Oficina Regional de la Organización Mundial de la Salud para Europa.
El alcohol no solo puede desencadenar el desarrollo de células cancerosas, sino que también puede acelerar el crecimiento de tumores. El alcohol y su derivado, el acetaldehído, dañan el hígado de varias maneras. Juntos provocan estrés oxidativo, una especie de «óxido» interno que daña el ADN y reduce la capacidad de las células para repararse, lo que favorece el desarrollo del cáncer. Las lesiones repetidas causadas por el alcohol provocan cicatrices, o cirrosis, donde se originan la mayoría de los cánceres de hígado relacionados con el alcohol.
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El alcohol también hace que el organismo sea más vulnerable a otras sustancias cancerígenas, como el tabaco. Además, altera el metabolismo de los compuestos monocarbónicos, un sistema que controla la activación o desactivación de determinados genes. Cuando este proceso se desregula, los genes protectores pueden «apagarse», mientras que los genes nocivos se activan.
Sin embargo, el alcohol no es el único responsable del cáncer de hígado. Lo que comemos también influye. La alimentación puede proteger el hígado o, por el contrario, favorecer la acumulación de grasas y la enfermedad.
El exceso de grasa abdominal ejerce presión sobre el hígado, y una microbiota intestinal desequilibrada agrava este estrés.
Las dietas ricas en fructosa, por ejemplo, pueden alterar la microbiota de forma perjudicial, perturbando el equilibrio entre dos grandes familias bacterianas, las Firmicutes y las Bacteroidetes, un desequilibrio asociado al síndrome metabólico. A largo plazo, esta situación puede aumentar el riesgo de esteatosis hepática (hígado graso) y cáncer de hígado.
Sin embargo, esto solo se aplica a las fuentes industriales de fructosa, como el jarabe de maíz, con alto contenido en fructosa presente en los refrescos y los alimentos procesados, y no a las frutas. En su forma industrial, la fructosa está estrechamente relacionada con la fibrosis hepática, ya que se metaboliza en el hígado y agota su energía, lo que reduce la funcionalidad de las células hepáticas.
La infección viral crónica por hepatitis B o C es otra causa importante del cáncer de hígado. Estos virus alteran el control normal del crecimiento celular para garantizar su propia supervivencia. Al mismo tiempo, la respuesta inmunitaria del organismo contra la infección añade estrés y lesiones adicionales. Juntos, el virus y la reacción del cuerpo crean un entorno propicio para la aparición del cáncer de hígado.
Más vale prevenir que curar
La prevención es fundamental, ya que el cáncer de hígado no aparece de forma repentina. Se desarrolla lentamente, a partir de trastornos hepáticos crónicos, luego cicatrices y cirrosis, antes de evolucionar hacia el cáncer. Este largo proceso ofrece a los médicos y a los pacientes numerosas oportunidades de intervenir, mediante tratamientos médicos y cambios en el estilo de vida, para detener la enfermedad antes de que avance demasiado.
Síntomas del cáncer de hígado
Los síntomas del cáncer de hígado no suelen estar relacionados únicamente a la enfermedad, sino que pueden estar presentes en otros procesos. Es por eso que los síntomas del cáncer de hígado no son fáciles de detectar, aunque en las etapas avanzadas el cuerpo puede presentar indicios de la enfermedad.
De acuerdo con un documento de la Sociedad Española de Oncología Médica elaborado por la doctora María José Safont Aguilera, especialista en oncología, estos son los síntomas que pueden estar relacionados con el cáncer de hígado:
– Pérdida de peso sin causa justificada.
– Falta persistente de apetito (anorexia).
– Fatiga o debilidad.
– Agrandamiento o abombamiento de la región superior derecha del abdomen.
– Dolor persistente en la zona central superior del abdomen
– Hinchazón abdominal generalizado progresivo.
– Coloración amarillento-verdosa de la piel y los ojos (ictericia).
Fiebre.
– Náuseas, vómitos, sensación de saciedad precoz tras ingerir alimentos.
– Coloración oscura de la orina (coluria) y heces blanquecinas (acolia).
– Picor o quemazón excesivo y generalizado en la piel.
– Confusión o somnolencia excesivas.
– En caso de padecer cirrosis o hepatitis crónica, empeoramiento de su estado
Reducir el consumo de alcohol
Las políticas de salud pública pueden contribuir a influir en los comportamientos, explica Murray.
Pero a nivel individual, el apoyo y el diálogo son fundamentales. Las personas que desean reducir su consumo de alcohol necesitan un espacio acogedor donde poder hablar sin ser juzgadas sobre sus hábitos y los riesgos asociados.
El primer paso es reconocer que el alcohol se ha convertido en un problema. A partir de ahí, es útil fijarse objetivos realistas y seguros, como beber con menos frecuencia, evitar ciertos desencadenantes o sustituir el alcohol por actividades más saludables, señala Murray.
«Incluso pequeños cambios, como elegir bebidas sin alcohol o elegir turnos para beber, pueden marcar una gran diferencia», añade.
Aleksandra Olsen también propone algunas estrategias concretas para quienes desean reducir su consumo:
– Conocer sus límites: anotar la cantidad de alcohol consumida cada semana, fijar límites y hacer balance periódicamente.
– Fijarse objetivos personales: decidir de antemano el número de copas que se va a tomar y ceñirse a ellos. Incorporar días o semanas sin alcohol si se bebe a diario.
– Comer e hidratarse: beber agua y comer antes o durante el consumo de alcohol, ya que esto reduce la sed y ralentiza la absorción del alcohol.
Alimentación y nutrientes esenciales
Una alimentación saludable es clave para reducir la grasa hepática y proteger el hígado del daño metabólico. La dieta mediterránea, rica en frutas, verduras, cereales integrales y grasas saludables, mejora la salud del hígado y el metabolismo, en particular gracias a su alto contenido en antioxidantes.
Las dietas bajas en carbohidratos también pueden ayudar a mejorar la sensibilidad a la insulina, ya que el exceso de carbohidratos, especialmente los procedentes de alimentos y bebidas ricos en fructosa, se convierten rápidamente en grasas en el hígado. El tipo de grasa que se consume también es importante.
Los omega-3, presentes en pescados grasos como el salmón o la sardina, así como en las semillas de lino, chía y nueces, son beneficiosos para el hígado: reducen la inflamación y la fibrosis, al tiempo que ayudan al hígado a quemar grasas en lugar de almacenarlas.
Algunos suplementos también pueden ser útiles:
– Vitamina E: aproximadamente 800 UI al día pueden reducir la acumulación de grasa en el hígado.
– Silimarina: extraída de las semillas del cardo mariano, reduce las enzimas hepáticas y las grasas en la sangre, lo que favorece la salud general del hígado.
– Curcumina: este compuesto de la cúrcuma ayuda al hígado al limitar la producción de grasas, favorecer su degradación y mejorar la sensibilidad a la insulina. La curcumina también tiene propiedades antioxidantes y antiinflamatorias.
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En cuanto a las infecciones hepáticas, la hepatitis C puede curarse hoy en día en solo 8 a 12 semanas gracias a antivirales modernos, seguros y muy eficaces. La hepatitis B, por su parte, aún no tiene cura, pero existen tratamientos para reducir la carga viral y limitar los daños a largo plazo.
«La prevención no es una acción única, sino un conjunto de decisiones que protegen el hígado cada día», concluye Aleksandra Olsen.
Información con contenido de The Epoch Times edición Francia.
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