Según Doug McMillon, director ejecutivo de Walmart, la inteligencia artificial (IA) está transformando los puestos de trabajo en toda la compañía, a todos los niveles. Su impacto se extiende a todo el sector. Desaparecerán empleos, surgirán otros y la mayoría se reestructurarán en alguna medida. El ritmo es acelerado.
Hay motivos para celebrar, pero la experiencia de las últimas décadas también aconseja prudencia al adentrarnos en lo desconocido. Conviene preguntarse cuál es el precio de todo esto. ¿Qué podríamos perder?
El gran problema de la IA no reside en su funcionamiento, su eficiencia ni su utilidad; en esos aspectos resulta extraordinaria. El riesgo está en sus efectos sobre el cerebro humano. Su lógica de uso tiende a ofrecer una respuesta para todo. Pero obtener respuestas no es lo que impulsa el progreso humano.
El progreso llega con el aprendizaje, y este solo es posible cuando se afrontan las incomodidades necesarias para alcanzar la solución. Primero se aprende el método; después se aplica, se yerra, se corrige y se vuelve a errar. Se detectan fallos, se corrigen y, aun así, persisten hasta que por fin aparece la respuesta.
Entonces llega una satisfacción honda: se percibe cómo la mente trabaja, se afila y crece, y la plenitud interior se impone.
El aprendizaje auténtico surge en el proceso: esfuerzo, error e interacción activa con los problemas. Quienes recurren a la IA para cada respuesta deshabitúan la mente: pierden intuición, juicio y verdadera perspicacia. Siguen sin saber, incapaces incluso de reconocer sus carencias, y menos aún de corregirlas.
Es un riesgo considerable para todos.
Retsef Levi, profesor del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés), intervino sobre este asunto el 24 de septiembre en un acto del Instituto Brownstone. Advirtió de que construir sistemas basados en IA podría acarrear consecuencias catastróficas para la libertad, la democracia y la civilización.
En el plano individual, existe el riesgo de que la IA merme nuestra capacidad de pensar, sencillamente porque ya no se nos exige hacerlo. Últimamente, casi todos los documentos a los que accedo incluyen un resumen generado por una herramienta de IA, hasta el punto de prescindir de la lectura. Es absurdo, y ojalá esas empresas abandonaran ese despropósito.
No lo harán. Todo arrancó con un término que detesto: «Executive Summary». Ignoro su origen como sinónimo de «resumen». ¿Se basa en la idea de que un directivo atareado no puede detenerse en los detalles y el relato porque tiene llamadas que atender y decisiones relevantes que tomar? No lo sé, pero el término se ha extendido a todos los ámbitos.»
Se impone ir al grano: saltar a «¿Quién lo hizo?» en lugar de leer la obra, explicarlo todo en el ascensor porque, al parecer, no hay tiempo para pensar. Al fin y al cabo, siempre habrá, dicen, mejores usos del tiempo. ¿Cuáles? Probablemente, leer aún más resúmenes.
Todo esto es una hipocresía y consecuencia de creer que somos tan avanzados que ya no necesitamos saber nada. El sistema lo hace por nosotros.
¿Cuándo volveremos a tomarnos tiempo para pensar y aprender? Con tantas herramientas que ahorran el esfuerzo de pensar, ¿cómo aseguramos que las respuestas que ofrece el sistema sean correctas?
También podría decirse de las calculadoras y de internet. Y es cierto: ambos entrañan ese riesgo.
Probablemente pertenezco a la última generación de estudiantes que completó sus estudios con fichas y estanterías físicas como únicos recursos. Cuando no estaba en clase, estaba en la biblioteca. La mayor parte del tiempo me sentaba en el suelo, rodeado de libros.
Fue una aventura y también un trabajo; tuvo recompensa. Disfrutaba rebuscando entre los anaqueles y, en dos años, recorrí el edificio entero. Ese caudal de conocimiento sigue a mi alcance hoy.
Descubrí el amor por el aprendizaje. Me enamoré del proceso: no solo de obtener respuestas, sino de averiguar cómo alcanzarlas.
Incluso localizar revistas exigía levantar volúmenes pesados y leer con mucha atención. Cuando por fin daba con lo que buscaba, podía ir a los estantes y tomar tomos encuadernados de los últimos 150 años. Sentía las páginas y las experimentaba como lo hicieron generaciones anteriores.
A menudo me pregunto si eso volverá a ser posible para los estudiantes. Me pregunto qué hemos perdido. Hoy el acceso es más rápido y la era de la información tiene muchos aspectos valiosos. Sin embargo, todo el sistema parece orientado a entregar respuestas para cualquier consulta. Cuanto más eludimos el proceso de descubrimiento y esfuerzo, más creemos que el sistema funciona. No estoy tan seguro.
En el instituto encontré resúmenes en la librería: breves sinopsis de todos los textos que nos asignaban. Compré algunos y enseguida lo advertí: en media hora captaba la idea principal y podía evitar nueve horas de lectura. Así lograba notables y, a veces, sobresalientes.
Pero entonces advertí un problema: no podía conversar con los demás sobre el libro. Ellos hablaban de las emociones que les suscitaba la lectura; yo no sentía nada de eso. ¡Qué ingenuo fui! Me privé de la experiencia de leer el libro de verdad.
Conocer personajes, trama y desenlace no pasa de ser un conjunto de datos. Me faltaba la inmersión transformadora en el mundo que el autor había creado. No tenía nada que recordar.
Decidí parar. Entendí que no se trataba de acertar en el examen, sino de aprender: seguir cada paso, experimentar el descubrimiento y entrenar la mente. Quienes lo hicieron se volvieron más inteligentes, incluso más sabios; quienes no, de algún modo, quedaron atrás.
Al final, todos los estudiantes aprenden a burlar el sistema, más aún en el posgrado. Algunos profesores quieren ser halagados y los alumnos aprenden a conseguirlo sin leer el material. Esos son los cínicos. Conocí a muchos. Nunca entendí por qué se molestaban.
Sí, lo lograban, pero, ¿para qué?
Por desgracia, gran parte del sistema educativo gira en torno a los exámenes, concebidos para verificar si el alumno marca la respuesta correcta. Un esquema así siempre es vulnerable a la manipulación. Todo acaba reduciéndose a pruebas de verdadero o falso y opción múltiple. Con los ordenadores, la deriva ha ido a peor. La dinámica se ha afianzado y persiste desde hace 18 años.
Pero eso no es pensar. Es adiestrar robots.
La IA agrava el problema al suprimir el esfuerzo y el proceso. El trabajo sostenido para pasar de un punto a otro es la única vía para desarrollar la capacidad intelectual.
A veces recuerdo cuánto tiempo dediqué a aprender trombón, piano y guitarra: transcribía música de discos, asistía a salas de ensayo y participaba en concursos.
¿Fue en vano porque no me dediqué a ello profesionalmente? En absoluto. Aprendí a desarrollarme.
Años después, encadené pasiones intelectuales. Durante un tiempo me obsesioné con la escatología, la doctrina teológica del fin del mundo. Leí entre 60 y 100 libros sobre el tema. Ahora me interesa menos. ¿Perdí el tiempo? No. Entrené la mente para que funcionara mejor.
Por eso los padres no deberían quejarse si sus hijos se obsesionan con los libros de Harry Potter y los leen cinco veces. Es una excelente forma de fomentar habilidades intelectuales. Al fin y al cabo, cualquier actividad seguida con pasión y diligencia contrarresta la inercia mental.
Ahí está el problema: la IA fomenta la pereza. Y nos gusta; quizá demasiado. Hoy por hoy parece mágica porque se combina con el pensamiento humano.
Actualmente, los principales modelos de lenguaje que uso suelen arrojar resultados incorrectos con frecuencia. Por lo general, detecto los fallos, pero el motor de IA no asume responsabilidad por ellos.
Peor que un sistema de IA que yerra de vez en cuando es uno que acierta siempre: eso sí alimenta la pereza y la estulticia.
Mi consejo para Walmart: no construyan cadenas de suministro cuya funcionalidad dependa por completo de una tecnología recién implantada y poco comprendida. Si lo hacen, su posición como minorista líder quedará expuesta frente a competidores que valoran a las personas, el criterio y la experiencia por encima de máquinas sin alma que carecen de conciencia y emiten respuestas sin juicio.
Artículo publicado originalmente en The Epoch Times Alemania con el título «Wird die KI unser Gehirn verschlingen?»
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